Bienvenidos al blog de Tere

Este es el blog de Tere que les quiere expresar sus aficiones literarias, que empieza con muchas ganas de escribir, contar e inventarse a sí misma con relatos e historia de la vida misma.

lunes, 21 de mayo de 2012

Una vida sencilla

Fue creciendo sin tener verdadera conciencia de la vida y del paso del tiempo. La niñez la recordaba a través del álbum de fotos de terciopelo azul oscuro de su madre. Recordaba las caricias de una madre cariñosa, aunque algo ingenua y poco consistente, algo insegura, sus besos, pero la quería. Recordaba las manos fuertes de su padre cuando les acariciaba sus cabecitas infantiles, asperas, de hombre curtido por los trabajos en las huertas aridas heredadas de sus padres, con alguna historia imborrable que no podía contar. La complicidad con sus hermanos, los cuchicheos bajo las sábanas, las historias de suspense de la radio, las historias juveniles, la madurez. Todo eso es lo que recordaba ahora y fue lo que se propuso contar en aquellos folios, una vida sencilla.

Incidente sin importancia


La sola idea de destruir me duele, me encoge  el alma, si has aprendido a respetar, a sentirte culpable por todo, no parece digno de mi que piense en matar a alguien por el solo hecho de haberte castigado. Yo he sido una niña buena, aprendí a portarme bien siempre, a ser disciplinada, a hacer la tarea, acostarme temprano, a levantarme temprano. Pues bien, este es el relato de los hechos. Me encontraba sola un casa y oí ruidos en el piso de arriba, donde teníamos la gran biblioteca de mi padre donde no entraba nadie, estaba prohibido. Me paré a escuchar. Por unos instantes no se oía nada. Pero volví a oír ruidos y esta vez más fuertes, como pisadas y la madera crujiendo. Me armé de valor, cogí con la mano izquierda, un atizador de hierro con el que removíamos el carbón de la chimenea, que estaba en el rellano de la puerta y subí sin hacer ruido. Con la mano derecha abrí el pestillo de la puerta, muy lentamente, empujé la puerta que se abrió despacio, la habitación estaba a oscuras, se dejaba ver la luz de la luna por unas rendijas de  las ventanas. Una sombra se recortó al contraluz de la ventana, pero pasó muy rápidamente. Y con las dos manos  agarré el atizador y golpeé a algo abultado que se apareció de repente delante de mí. Un ruido estrepitoso. Rodaron  objetos de cristal, libros, sillas, estanterías, encendí la luz. ¡Dios!, qué había hecho, el gato negro de mis padres, el viejo gato negro se había colado por la ventana que se había quedado abierta. Mis padres llegaron en ese momento, mi madre grito, ¡qué destrozo!, no, no había muerto, ¿cómo le iba a dar? Salió corriendo saltando por entre todos los objetos caídos. Mi padre me castigó no saliendo durante un fin de semana y a trabajos forzados, recoger los destrozos, y a cuidar del pobre gato que se le había roto una patita. Pero yo no lo hice adrede y el castigo me pareció excesivo. No salir de casa un fin de semana y no poder ver a mis amigas era mucho castigo. Total no había matado al gato. Pero desde ese momento sentí deseos irrefrenables de rebelarme, de escaparme por la ventana, sí aprendí que no era justo,  pagar un alto precio por nada.

domingo, 20 de mayo de 2012

Chocolate caliente



No sabía de qué íbamos a hablar pero me citó por la tarde de un día extremadamente frío. Se me hacía tarde así que corrí hasta la parada del tranvía que se anunciaba con sus repetitivos pitidos. Entré casi cuando cerraba las puertas. Busqué con diligencia en ese gran bolso negro que arrastraba desde el invierno pasado. No llevaba bono. ¡Dios! Lo que siempre me temía que me podía pasar sucedió. Caminé por el pasillo sin mirar a los pasajeros hasta el final del tranvía y me senté, rogando para que no se subiera un revisor en el trayecto. Con las prisas  no había cogido la cartera, pero me daba igual le iba a ver de nuevo después de meses de ausencia. Llegamos a la última parada y me encaminé hacía los grandes almacenes. Subí en las escaleras eléctricas que me trasportaba suavemente hacia el último piso, casi rozando el cielo. Me apresuré hasta llegar a la cafetería, ya casi era la hora. Me  senté en la esquina, pegada a la ventana. Desde allí se veía la parada de las guaguas. Lo vería descender. Un camarero se acercó.  Le pedí un chocolate caliente, muy dulce, para entrar en calor. Me acerqué la taza a los labios levemente, me bebí un sorbo que me quemó los labios. Solté la taza y miré a la ventana. Pasaban muchos coches con el lento transitar de la tarde. El paso de peatones estaba a mi vista. Vi llegar una guagua y me pareció reconocer su cabeza, su pelo negro, le seguí con la mirada. Su cabeza rodeó el vehículo.  Pero se me perdió de la vista. Cogí la taza. El chocolate humeó. Por un momento el vapor me cegó. Mantuve la taza entre mis manos intentando calentarme, me la acerqué de nuevo a los labios. Mi boca tanteó nuevamente el calor desprendido por el chocolate, tenía ansias de beberlo. Su sabor dulce... Por unos segundos cerré los ojos. De repente, la gente se agolpó alrededor del paso de peatones. El chirrido de un BMW rojo descapotable que escapaba, más gente se agolpaba. Una lágrima salió vertiginosa por mis ojos.  Pero no podía ver.

sábado, 3 de marzo de 2012

Amelia



La chica del vestido azul celeste sintió una gran desilusión al ver que no la aguardaba  nadie en el bar. Se quedó en la puerta titubeando, indecisa. Hacía calor y le apetecía una cerveza. Acercó la mano hacia la puerta y tirando del pomo entró en el recinto que parecía fresquito, protegido del calor de la tarde, miró a un lado y otro para comprobar que sus deseos premonición se cumplía estaba en lo cierto. Así todo se dirigió al fondo en una mesita solitaria colocada junta a la ventana, al fondo. Se sentó, colocó la rosa roja en medio de la mesa dirigida hacia la puerta, se sentó de frente a la puerta. Repaso los detalles, a las ocho en punto, el bar de la esquina, una rosa roja, el libro.
Hojeó el libro sin ocultar el titulo. Eran las 8, esperó, no estaba segura. Entró una mujer joven, morena que se dirigió a la barra. Tras ella un chico alto y delgado que la siguió. Amelia miraba de vez en cuando cada vez que oía abrirse la puerta. Volvía a su lectura. El camarero le preguntó qué le apetecía. A ella le apetecía una jarra de cerveza bien fría.  Los minutos pasaban lentamente. El camarero le trajo su cerveza rubia, bien fría, tenía calor, había pasado una mañana de mucho papeleo, se sentía con ganas de nuevas experiencia, le apetecía. Sorbió poco a poco de la jarra el amargo fresco amarillo liquido que le producía una agradable sensación, pero que  refrescaba su garganta. Sus poros se abrían y exhalaban gotitas minúsculas en la frente, en la nuca. Bebió un sorbo de su cerveza fresquita y suave.
Amelia esperó, entre lectura y sorbito de cerveza, esperó. Con cierta desilusión por el paso del tiempo sin entender su soledad, sin comprender porqué nadie acudía a su cita, no vería sus expectativas satisfecha este día. Pero no aparecía nadie.
Cuando ya creía que no vendría nadie entró un hombre alto, robusto, con pelos canos, vestido con un traje de verano blanco, con una flor en el ojal. Cierto nerviosismo se apoderó de ella. Él se detuvo en la puerta ojeando el establecimiento. De derecha a izquierda, cuando la vio a ella  se dirigió hacia el lugar donde Amelia estaba. Ella se decepcionó. Antes que el hombre se acercará, Amelia guardo la rosa roja dentro del libro y lo escondió. El hombre dudo y se detuvo. Miró hacia la barra, al fondo y reanudó su paso hacia el lado opuesto a ella. Amelia con una agitación se apresuró a beber el resto de cerveza, degustó el último sorbo. La sensación le agradó. Llamó al camarero y le pidió otra cerveza, Amelia la bebió con mucha satisfacción,. Esta vez la bebió muy despacio. Ahora estaba tranquila. Ya no tenía prisas.  Degustó su bebida, saboreándola.
Una vez más nadie acudió a su cita. Habían pasado los minutos como si fueran días, meses, años. Amelia sitió cansancio. Pero no se iba a rendir. Había hablado con él, le aseguró que iría. Ya no se acordaba de su rostro.
Esta vez no sufrió al comprobar que nuevamente nadie acudía a su cita. Otra vez será. Una nueva oportunidad habría que prepararla mejor y eso la mantenía animada, la próxima vez vendrá. El bar cerró y el camarero con mirada compasiva, se acercó a ella. “Doña Amelia ¿tampoco hoy hubo suerte?, la próxima vez será”.

Fiesta


Siempre me han gustado las fiestas, la música, las luces, la gente, así que cuando los vecinos de chalet de al lado me invitaron no me pude resistir. Mi marido que no le gustaba la idea de aguantar aquella pelmaza pareja tan inoportuna y pesada decidió dejarme sola ante aquel festivo día de fatal desenlace. Ahora lo veo apenado.
Lo que nunca perdona una es que te ignoren. Que vayas a un evento y nadie te dirija la palabra,  pero ahora que lo pienso no recuerdo ni como llegué allí, estaban mis amigos, conocidos y familiares, reunidos alrededor de mi, sin mirarme apenas, no sabes si te has confundido de reunión, de fiesta.
Con lo guapa y elegante que me había puesto para la ocasión.
Ves a un lado a tu madre entretenida parloteando con sus vecinos, a tu padre con un aire distraído e indiferente. Me vi en una habitación oscura, iluminada apenas con velones enormes en una esquina que desprendían un olor ocre, característico. Había una puerta entreabierta, desde donde se veía la luz.  Entre sombras y luces, estaban muchos de mis amigos, mis compañeros de trabajo, del gimnasio, de la clase de italiano, todos con aire de desconcierto.
Las oyes venir pero no puedes moverte, apenas consigues dirigir la atención hacia la gran luz distante que se presenta ante ti y te aparecen las imágenes difusas.
En un principio no había nada en aquella habitación, era de grandes paredes de piedra,  enormes ventanales se repartían por los laterales con cristales policromos, decorados con distintos motivos. Apenas entraba la luz por las rendijas, empezaba a amanecer, no se oía ningún ruido, silencio, poco a poco se despierta la mañana, comienzan los ruidos del exterior, de la calles adyacentes. Una mujer de figura siniestra se acerca a colocar flores y velas, tras ella otras figuras irreconocibles.
Se me agolpan, entre sueños, los recuerdos. Si me hubieran avisado de lo que iba a pasar aquella noche me lo habría pensado dos veces.  Salir a la calle, aquella noche de lluvia, sin luna, de total oscuridad, poco tráfico. Con mi torpe caminar subida en las zapatillas rojas de tacones altos.  Tan cerca y no llegué.
Pero no sé cómo sucedió. En mi apresurado caminar para no llegar tarde a la fiesta, como una cenicienta ilusionada, un fuerte golpe. Que manía mi obsesión por no llegar tarde a la fiesta. Un impacto fuerte y todo se paró.
Se escucha la música que todos reconocen, se presiente un ambiente frío,  el aire helado de la mañana inunda  todo el espacio, un escalofrío en todo el cuerpo. Y luego, el paso del tiempo, de las horas y tu inmóvil, esperando. Sola. 

martes, 7 de febrero de 2012

Robert L Stevenson


 Cuando la sombra del marco de la ventana se proyectó sobre las cortinas, eran entre las siete y las ocho en punto y entonces me volví a encontrar a compás, escuchando el reloj. Era el del Abuelo y cuando Padre me lo dio dijo, Quentin te entrego el mausoleo de toda esperanza y deseo; casi resulta intolerablemente apropiado que lo utilices para alcanzar el reducto absurdum de toda experiencia humana adaptándolo a tus necesidades del mismo modo que se adaptó a las suyas o a las de su padre. Te lo entrego no para que recuerdes el tiempo, sino para que de vez en cuando lo olvides durante un instante y no agotes tus fuerzas intentando someterlo. Porque nunca se gana una batalla dijo. Ni siquiera se libran. El campo de batalla solamente revela al hombre su propia estupidez y desesperación...
Robert L Stevenson

jueves, 2 de febrero de 2012

La disco


Si algo recuerdo con cariño es la etapa de mi adolescencia cuando no eres consciente de los peligros, o simplemente, de los rubores. Si algo añoraba más cuando era una adolescente era ir con los amigos a la discoteca. Mis padres no me dejaban salir porque decían que se fumaba y se bebía mucho y podía caer en las drogas. Pero cuando una es joven no piensa en los peligros. Yo tenía una amiga con la que salía a dar una vuelta por el barrio, a la plaza donde nos reuníamos un grupo de compañeros del instituto. Lo más que hacíamos los sábados o los domingos era ir al cine con ellos. Con  dieciséis años lo que una quiere es disfrutar de los amigos, de la vida y de la naturaleza. Un día de verano en que fuimos a un apartamento del sur una amiga me presentó a su hermano mayor, Daniel, que era un chico muy guapo y algo ligón. Así que tan pronto me vio, le brincó el ojo. Se dejaba caer como por casualidad, aparecía con su hermana  para hablar conmigo. Yo al principio estaba muy avergonzada pero poco a poco cedí a sus camelos y un día me invitó a la discoteca del pueblo a bailar y tomar un refresco. Yo nunca había ido a la discoteca. Pero como íbamos  varios amigos.  El caso es que ese ambiente oscuro y estrepitoso no me gustó nada. Mi amiga me decía “no pasa nada, ya verás que divertido”. Al principio bailamos en grupo, todos juntos danzando cada uno a su estilo. La música moderna permite eso que nos movamos a nuestro ritmo. El hermano de mi amiga le gustaba mucho exhibirse y se movía como una serpiente de un lado a otro de la pista, con movimientos eléctricos, como si estuviera en trance. Sonaron muchas canciones de los grupos de la época: Bee Gees, Abba. Pero luego pusieron música melódica que me gustó mucho más. Tan pronto sonó El gato triste y azul de Roberto Carlos mi amigo se aproximó a mí, me cogió de la mano y tiró de mi hacia el centro de la pista. Todas los chicos que no tenían pareja se retiraron a sentarse o a la barra. El me apretó entre sus brazos, me condujo al centro de la pista donde se reflejaban las luces multicolores en los cristalitos pequeños de la enorme lámpara redonda que colgaba sobre nuestras cabezas, girando como al compás de la música. La música era preciosa pero yo no podía dejarme llevar, sentía miedo y vergüenza de bailar apretados. Mi amigo intentó besarme, sus labios rozaron mi cuello, sentí un escalofrío por toda la espalda. El ambiente era de calor y sopor, por mucho que me gustara la música, la vergüenza, el miedo a los impulsos,  sentía su cuerpo fuerte y sudoroso, la camisa húmeda. Mi cuerpo temblaba. Cuando terminó la canción me solté de su mano, salí corriendo de la disco, subí los escalones y llegué a la calle. El aire frío de la noche me acarició las mejillas ardientes. Era una noche de luna llena,  tenía la parada de la guagua cerca y había una esperándome,  como una salvación. Me subí y me marché sin despedirme. Llegué a casa antes de que sonaran las campanadas de la medianoche. Fue mi primera experiencia de salir de noche. Al día siguiente se acababan las vacaciones. No volví a ver a mi amigo pero recuerdo esa canción con cierta melancolía y cierto rubor.